¿Cómo llegué hasta aquí? En mi paso por la oscuridad, no recuerdo cuándo comenzó pero sí lo que me condujo ahí, el miedo a ver lo que se me presentaba al frente. Me vendé los ojos, así caminé por tinieblas para no verlas, pero ello no me libró del camino. Recorrí, pisé el barro, los muertos, lo que no entiendo, la podredumbre humana, el agua estancada, la acción sin voluntad. Me golpeé, me golpearon, me desesperé. Seguí caminando, sin saber lo que tenía a mi lado, sin cesar continué hacia adelante y una voz interior me decía – “mantén la marcha”-. Pero no atravesé sola, una noche a mitad de camino, un niño huérfano se acercó a mi pierna, tiró de mi pantalón mojado, me miró y preguntó: ¿puedes ser mi madre? – Tras de él, sólo había niebla azul, me contó que no tenía padres y que había olvidado de dónde venía, sus ojos resplandecían como dos lunas llenas en la oscura noche - Sí, yo voy a ser tu mamá – le respondí. Caminamos juntos por las tinieblas, noches frías. El pobrecito se enfermó, lo cargué sobre mis hombros y continué la marcha, atravesando lagunas fétidas, montañas de piedra volcánica, hasta el diablo se arrastró entre nuestras pisadas. Tropecé, y mi voz interior me dijo “sigue la marcha”. El frío de la noche casi detuvo mi corazón y adentro una voz aún insistía “sigue la marcha”. Una mañana por fin, llegó la primavera y antes de que mi corazón se detuviera de frío, un rayo de luz compartió su fuego con mi corazón. Se quebró la venda congelada en mis ojos, el hielo rompió mis pómulos. Prendimos fuego para desayunar carne seca y tomar agua. No puedo alimentar a otro si mi estómago está vacío, eso es lo que me hará sobrevivir. Así que el niño tuvo que esperar.
Antes de seguir, lo acomodé en mi espalda, en mi mano izquierda llevaba mi
corazón y en la derecha un machete. Después de la pérdida de sentido de orientación,
le pedí a mi corazón que con su olfato rastreara el camino, y al machete que
haga lo que sabe hacer. Dispuesta a replantear hasta lo más obvio, comienzo mi
travesía. Lo anoto en mi brazo: “Dispuesta a todo”, para cuando esa disposición
se me olvide, que hay que hacer cambios periódicamente y a tiempo, para
sobrevivir. Llegamos al desierto, tuve que matar, cortar cuellos, tuve que
hacer lo necesario para sobrevivir, hasta se me olvidó mi nombre, me volví Guerra,
por la vida mía y la que cargaba en mi espalda.
El pequeño tenía une estrella que destellaba amor e inteligencia, aprendió mucho
a pesar de que tuvo que ver cosas horribles. Un día llegamos a un valle, en la
orilla de un río de agua dulce lavamos nuestras heridas. Lavar, lavar, lavar.
El río se llenó de sangre, tierra, excrementos, parásitos, podredumbre.
Lloramos de cansancio, sufrimos el pasado, ahí morimos tres días, las
habitantes del lugar nos acogieron y cuidaron, hasta las heridas del alma nos sanaron.
Con agua lavo los espacios vacíos que deja la ausencia de dolor, para dejar que
el silente vacío permanezca, por un tiempo, lo necesario. Dejo pasar agua,
llena de ancianas formas de retener el dolor.
Ahí pasamos el verano y al llegar el otoño, alimentada de los frutos del
verano, ahí hice un hogar.
Pinté las paredes y arreglé las piezas y la cocina, mientras tanto sentado
en una pequeña silla, él me miraba y rió de gozo tantas veces, al ver el
hermoso lugar que preparé para establecer la vida juntos, junto al fuego. Él,
que aprendió rápido, tomó las pinturas de colores y pintó su primer cuadro, un
arco iris, que me regaló cuando cumplí 30 años.
Ahora que puedo ver el sol salir, me asombro con humildad y agradecimiento,
de lo diferente que luce el valle bajo el sol o bajo tinieblas.
Aprendo yo, para
enseñarte a ti, sobre amor incondicional, sobre amarse y defenderse, sobre el
poder que habitamos y cómo nos distraemos de él, en una sociedad que quiere
concentrarlo unos pocos.